Ella también #MeToo (Cuéntalo)
Ya que por fin las mujeres empezamos a hablar, voy a contar la historia de una de mis hermanas de género. No es que a ella le guste demasiado hablar de su vida ni del pasado, pero la he convencido de la importancia que tiene compartir experiencias. Si ninguna habla, si todas callamos, cada una vive su abuso en soledad creyendo que eso solamente le pasa -o le ha pasado- a ella, cuando la realidad es que a la mayoría de las féminas nos han sucedido anécdotas desagradables de acoso y/o abuso sexual. ¿De dónde me saco “esa mayoría”? Buena pregunta. Simplemente de que TODAS las mujeres que conozco con las que tengo o he tenido cierta relación de intimidad, incluida yo, los han sufrido. Dejo un margen pensando en que alguna que nunca ha mencionado la cuestión se habrá librado (¡Ojalá!). También depende de lo que se considere abuso, acoso o agresión -algunos tienen la vara de medir un poco desajustada-, pero en este caso estoy hablando de sucesos claros en los que se han dado como mínimo tocamientos o intentos de, o presiones para.
Me cuenta que no es lo peor que le ha pasado en este sentido pero que esto la marcó porque le sucedió en la primera adolescencia, recién llegada a Madrid a la edad de 14 años. Estamos hablando de la década de los 80, de La Movida madrileña y todo eso. En aquella época, nuestra amiga, para ir al instituto cogía el metro todas las mañanas en hora punta, concretamente la línea 1. Pues bien, día sí y día también tenía que habérselas con los sobones que aprovechaban el abarrotamiento de gente en los vagones para colocar sus manos estratégicamente a la altura de su trasero, sus senos y/o su pubis. Cada vez que el vagón daba algún traqueteo o cogía alguna pequeña curva, el susodicho de turno aprovechaba doblemente la ocasión para sobarla con más fuerza. Al estar encajonada entre la gente apenas podía moverse, solamente podía dar vueltas sobre sí misma: si se giraba hacia un lado, atacaban por un frente y si no por otro. Previamente había tenido encontronazos con “caballeros” de esta calaña en distintas situaciones, pero siempre había conseguido zafarse. Ahora no podía huir, al menos entre estación y estación, y normalmente hasta que se apearan ella o el sinvergüenza. Recuerda el hormigueo desagradable que se le quedaba en las zonas del cuerpo afectadas, la sensación de rechazo que le producía la aureola alrededor de las mismas que permanecía mucho rato después del suceso.
Amargada e impotente como estaba, se lo comentó a una compañera de clase que le recomendó: ¡Pues no se te ocurra decir nada! A una amiga mía le pasó lo mismo y se puso a chillarle al señor que la estaba tocando que la dejara en paz, que era un viejo verde o algo de esa índole, no recuerda las palabras exactas. A lo que el señor respondió agresivamente, gritando que era una mentirosa y una sinvergüenza, que mirara como iba vestida, que con esa minifalda iba provocando y parecía una puta – lo de la minifalda y la puta es lo que recuerda con más claridad de aquella anécdota-. En fin, que su amiga salió mal parada de aquella lid y por eso le recomendaba aguantarse.
Así que la protagonista de esta historia se aguantó, culebreando en los vagones de metro en las horas puntas durante al menos tres años. Tres años de tensión y agobio casi diarios para ir a clase de lunes a viernes. Me comenta que considera esa etapa la de su aleccionamiento como mujer: a partir de ahí la inseguridad en el vestir, en el comportamiento, en la actividad… Las ganas de ser invisible, de que desaparecieran los atributos, el miedo a las miradas… La extrañeza y el desencuentro con el propio cuerpo, la prevención y el temor a los hombres, a la desaprobación de las otras mujeres -especialmente de su madre -, el cuestionamiento permanente de sí misma. En definitiva la culpabilidad por ser quien era, por tener ese cuerpo con bultos.
Muchas veces le hubiera gustado contarle esto a sus amigos varones. Cree que la mayoría de ellos no pueden ni imaginarse un estado semejante, un descolocamiento del ser de este calibre.1 Siempre ha tenido envidia de la ligereza mental de los hombres, de la facilidad de sus vidas, de la innecesariedad de demostrar nada para ocupar su lugar: laboral, social, familiar. Sueña con que las mujeres de las nuevas generaciones no sufran este tipo de agresiones -ni otras -, y si les suceden que griten, que señalen al abusador, que no se sientan culpables, que no lo asuman como lo normal siendo mujer.
Hasta aquí el testimonio de esta amiga valiente. Le agradecemos que nos haya permitido difundir su historia en este blog para unirse a los testimonios de tantas mujeres en el planeta. Agradecemos también a las impulsoras del movimiento #MeToo que han abierto la Caja de Pandora dejando salir a tantos demonios ocultos. Desde aquí lanzamos nuestro grito:
¡Qué no vuelva a suceder! ¡Qué no siga sucediendo!
1 Salvo los que han sufrido agresiones y abusos sexuales, normalmente en la infancia. Veremos también el día en que muchos varones se decidan a hablar.
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